No soy ni de lejos el aficionado más futbolero del mundo.
No voy por ahí con la cara pintada ni suelo entrar en ese estado de bendita locura cuando el equipo de turno mete un gol. Suelo mantenerme (relativamente) tranquilo en la victoria y en la derrota. Y soy un reconocido chaquetero. Lo admito. Mi alegría suele ir con quien me cae simpático, independientemente de los colores de su camiseta.
Sin embargo, tengo que reconocer que lo de ayer me dolió.
No voy por ahí con la cara pintada ni suelo entrar en ese estado de bendita locura cuando el equipo de turno mete un gol. Suelo mantenerme (relativamente) tranquilo en la victoria y en la derrota. Y soy un reconocido chaquetero. Lo admito. Mi alegría suele ir con quien me cae simpático, independientemente de los colores de su camiseta.
Sin embargo, tengo que reconocer que lo de ayer me dolió.
La derrota de la selección española de fútbol ante Chile y su eliminación del mundial me ha entristecido más que cualquier otro evento deportivo que recuerde. Y eso que he visto mucho y en todos los deportes: la muerte de Ayrton Senna, el tiro de Gasol que se salía de dentro sobre la bocina, Carlos Sainz intentando desesperadamente arrancar su coche, descensos a segunda división en el último segundo... Pero ninguna competición deportiva me había dejado el mal cuerpo que siento hoy.
Y no, no tiene nada que ver con ganar un mundial, que es algo que honestamente me preocupa poco. Tampoco el desconsuelo que deben sentir aquellos niños y no tan niños que tenían tanta ilusión en este evento. Y por último, me solidarizo con los profesionales que han caído derrotados tan severamente, pero tampoco es esta mi principal aflicción.
Lo que tanto me entristece hoy es la ingratitud.
El deporte tiene un poder sobre el sentimiento de la gente que no sabría explicar. Y por alguna razón que también desconozco, el fútbol es el deporte rey de este país. Hace cuatro años muchos españoles vivieron algo inolvidable: calles llenas de gente que gritaba y lloraba de emoción, desconocidos que compartían cánticos, colores y abrazos, personas que se entregaban a un disfrute sin freno que no dejaba lugar a las preocupaciones del día a día.
Tal exaltación de la alegría nos llegó sin que tuviéramos que dar nada a cambio. Nada. Quizás tan solo mandar nuestro aliento e ilusión -los que la tuvieran- desde miles de kilómetros de distancia. Pero el trabajo de unas personas nos dio lo mejor que podemos recibir: felicidad. Efímera pero pura felicidad.
Cuatro años después, estas mismas personas han fallado. Estoy convencido de que han hecho lo que han podido: buscaban su gloria personal y estoy seguro de que en ese momento ninguno de ellos pensaba en vacaciones o cuentas bancarias millonarias. Pero fueron eliminados brutalmente tras el pitido final
Llámame idealista, pero creo ese era ese el momento perfecto: el momento de decir "gracias, simpáticos desconocidos, porque la verdad es que me habéis hecho feliz durante años".
Y mi mente soñadora sigue trabajando e imaginándose a un equipo sin título paseando en autobús descapotable en Madrid por unas calles, una vez más, abarrotadas de gente que grita y llora de emoción, que comparten colores, abrazos y ese nuevo grito común: "GRACIAS POR TODO".
Hemos perdido esa oportunidad. Nos hemos dejado llevar por la decepción, y ya estamos a la búsqueda de cabezas que alimenten nuestra guillotina. Las críticas no pararán hasta que un nuevo grupo de desconocidos nos den una nueva alegría. ¿Y todo para qué? Para demostrar de nuevo en el futuro que está en el ADN humano el ser exigentes e ingratos.
Y esa, y no la derrota, es la causa de mi nudo en el estómago.
Y no, no tiene nada que ver con ganar un mundial, que es algo que honestamente me preocupa poco. Tampoco el desconsuelo que deben sentir aquellos niños y no tan niños que tenían tanta ilusión en este evento. Y por último, me solidarizo con los profesionales que han caído derrotados tan severamente, pero tampoco es esta mi principal aflicción.
Lo que tanto me entristece hoy es la ingratitud.
El deporte tiene un poder sobre el sentimiento de la gente que no sabría explicar. Y por alguna razón que también desconozco, el fútbol es el deporte rey de este país. Hace cuatro años muchos españoles vivieron algo inolvidable: calles llenas de gente que gritaba y lloraba de emoción, desconocidos que compartían cánticos, colores y abrazos, personas que se entregaban a un disfrute sin freno que no dejaba lugar a las preocupaciones del día a día.
Tal exaltación de la alegría nos llegó sin que tuviéramos que dar nada a cambio. Nada. Quizás tan solo mandar nuestro aliento e ilusión -los que la tuvieran- desde miles de kilómetros de distancia. Pero el trabajo de unas personas nos dio lo mejor que podemos recibir: felicidad. Efímera pero pura felicidad.
Cuatro años después, estas mismas personas han fallado. Estoy convencido de que han hecho lo que han podido: buscaban su gloria personal y estoy seguro de que en ese momento ninguno de ellos pensaba en vacaciones o cuentas bancarias millonarias. Pero fueron eliminados brutalmente tras el pitido final
Llámame idealista, pero creo ese era ese el momento perfecto: el momento de decir "gracias, simpáticos desconocidos, porque la verdad es que me habéis hecho feliz durante años".
Y mi mente soñadora sigue trabajando e imaginándose a un equipo sin título paseando en autobús descapotable en Madrid por unas calles, una vez más, abarrotadas de gente que grita y llora de emoción, que comparten colores, abrazos y ese nuevo grito común: "GRACIAS POR TODO".
Hemos perdido esa oportunidad. Nos hemos dejado llevar por la decepción, y ya estamos a la búsqueda de cabezas que alimenten nuestra guillotina. Las críticas no pararán hasta que un nuevo grupo de desconocidos nos den una nueva alegría. ¿Y todo para qué? Para demostrar de nuevo en el futuro que está en el ADN humano el ser exigentes e ingratos.
Y esa, y no la derrota, es la causa de mi nudo en el estómago.